Lánguidamente su Licor
Por: César Vallejo
Tendríamos ya una edad misericordiosa, cuando mi padre ordenó nuestro ingreso en la escuela. Cura de amor, una tarde lluviosa de febrero, mamá servía en la cocina el yantar de oración. En el corredor de abajo, estaban sentados a la mesa mi padre y mis hermanos mayores. Y mi madre iba sentada al pie del mismo fuego del hogar. Tocaron a la puerta.
–Tocan a la puerta!- mi madre.
–Tocan a la puerta! – mi propia madre.
–Tocan a la puerta! – dijo toda mi madre, tocándose las entrañas a trastes infinitos, sobre toda la altura de quien viene.
–Anda, Nativa, la hija, a ver quién viene.
Y, sin esperar la venia maternal, fuera Miguel, el hijo, quien salió a ver quién venía así, oponiéndose a lo ancho de nosotros.
Un tiempo de rúa contuvo a mi familia. Mamá salió, avanzando inversamente y como si hubiera dicho: las partes. Se hizo patio afuera. Nativa lloraba de una tal visita, de un tal patio y de la mano de mi madre. Entonces y cuando, dolor y paladar techaron nuestras frentes.
–Porque no le dejé que saliese a la puerta, - Nativa, la hija, - me ha echado Miguel al pavo. A su pavo.
¡Qué diestra de subprefecto, la diestra del padre, revelando, el hombre, las falanjas filiales del niño! Podía así otorgarle la ventura que el hombre deseara más tarde. Sin embargo:
–Y mañana, a la escuela, - disertó magistralmente el padre, ante el público semanal de sus hijos.
Y tal, la ley, la causa de la ley. Y tal también la vida.
Mamá debió llorar, gimiendo apenas la madre. Ya nadie quiso comer. En los labios del padre cupo, para salir rompiéndose, una fina cuchara que conozco. En las fraternas bocas, la absorta amargura del hijo, quedó atravesada.
Mas, luego, de improviso, salió de un albañal de aguas llovedizas y de aquel mismo patio de la visita mala, una gallina, no ajena ni ponedora, sino brutal y negra. Cloqueaba en mi garganta. Fue una gallina vieja, maternalmente viuda de unos pollos que no llegaron a incubarse. Origen olvidado de ese instante, la gallina era viuda de sus hijos. Fueran hallados vacíos todos los huevos. La clueca después tuvo el verbo.
Nadie la espantó. Y de espantarla, nadie dejó arrullarse por un gran calofrío maternal.
–¿Dónde están los hijos de la gallina vieja?
¿Dónde están los pollos de la gallina vieja?
¡Pobrecitos! ¡Dónde estarían!
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